Soy algo diferente.
Mis compañeras no entienden que aún
recuerde al que tomo este cuerpo mudo entre sus manos y palmo a palmo,
aspirando por la boca ese viento de junio, ancló su ternura, su olor, en estos
poros. Corre por mis grietas el sudor de esa construcción que hace vibrar el
alma, la voz. Esa voz que espera ser oída por la noche y es temida por trozos
de arena.
Él, el que me tomó entre sus manos,
palpó lentamente mis ropas: musgo, verdín, capa verde de agua dulce que marcan
esas fallas enredadas de visiones, de calendarios y ausencias. Dejando en mi
piel su tacto y, con firmeza y cuidado, me aferró al muro. Desbordan sus
huellas en el recuento de mi memoria y entramado chirria su aliento en el trazo
que envejece el aire.
La gente pasa. Indiferentes dejan caer
sus caricias mientras sigo recordando al
que como velo de lluvia dibujó paisajes en mi garganta.
Y al llegar la tarde, el silencio hace
carcasa cuando abro los ojos y observo esa mágica línea que divide al cielo y
la tierra. Y al respirar el púrpura que despide ese mutismo lineal, las
imágenes se hacen sólidas, pero tan sólidas; como la roca que sueña anclada al
muro.
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