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MONÓLOGO DEL DOMINGO - Narrado en masculino y en argentino -


1

 

Eran las once de la mañana y el sol ya estaba tan encendido en el cielo, que las chicharras en los árboles no paraban de cantar a coro. Maldije la hora en que decidí ponerme traje y corbata. Esta,  apretaba con tanta fuerza mi garganta que no dejaba pasar el aire hacia los pulmones. Fue ahí, cuando decidí aflojarla, para que el sudor que chorreaba de mi cara no se estancara en el cuello de la camisa.

Y es que seguí el consejo de mi viejita querida que me dijo: «Ponete camisa de manga larga, quedan elegantes con traje y corbata. La tenés planchada sobre la cama, Darío». Y  gracias a ese consejo me puse una camisa de manga larga, y ahora me pregunto: ―¿para qué? ― si también hubiera quedado bien una camisa de manga corta, pero no, había que seguir el consejo de mamá, así que manga larga. 

Cuando iba caminando por Artigas pasé por una panadería y me miré en la vidriera, como hacía espejo, así un poco, haciéndome el galán y oye, no estaba mal con traje. Quería causar buena impresión a los padres de mi novia. Entré y la empleada me miró con cara de: «¿Qué haces boludo mirándote en el vidrio?». Disimulando, porque había entendido su mirada tan sugerente, compré una torta de chocolate, porque Silvia me dijo que a su padre le gusta el chocolate.

Salí y seguí caminando. Cuando llegué a la Avenida Rivadavia, compré un ramo de margaritas para la madre de mi novia, en un puesto de flores que hay en una esquina de la plaza de mi barrio. Tomé el subte A e hice la combinación con la línea subte E. A medida que iba bajando porque el subte E está más bajo que el A, me acordaba de mi madre y del que confeccionó el traje. Todos me miraban con cara de «¿qué calor debes estar pasando?», pero como estaba elegante y como dije antes, quería causar buena impresión no me importaba mucho el calor. Aunque soñaba con el aire que podía correr en la calle y en lo bien que me sentaría. Me bajé en estación Carlos Calvo y me interné en el barrio de Constitución que es donde vive mi novia.

 

2

 

Típica casa argentina: chalet con jardín al frente, puerta de reja pintada de blanco, pared baja con rejas blancas. La puerta de la reja estaba abierta y el número de la casa coincidía con el del papel que tenía en la mano derecha. Cuando estaba buscando el timbre me di cuenta de que me traspiraban las manos, especialmente la mano izquierda, que era donde llevaba la torta y las margaritas. Con un pañuelo descartable que tenía en el bolsillo del pantalón  me sequé un poco las manos y entré.

El camino que llevaba a la casa estaba hecho de pedazos de  piedras  marrones y blancas. De un lado del camino había un rosal enorme, las rosas eran de color rosa, muy rosa y pensé «que feas, no me gusta el rosa para las rosas, las prefiero rojas» y del otro lado, el típico jazmín y me pregunté «¿Qué tendrá esta planta que siempre me hace estornudar?». Después de reponerme del estornudo seguí el camino de las piedras que terminó en un porche, ¡ahí estaba el timbre! ¡Blanco, grande!, con el pulsador negro del tamaño del dedo, y sí; estaba justo al lado de la puerta de entrada a la casa, que era de madera pintada en color blanco y reflexioné: «Elegante color el blanco» y ¡mira si es elegante, que hasta yo estaba vestido de blanco inmaculado!  Toqué timbre y una voz dijo de dentro de la casa:

―Deja que abro yo. ¿Quién es?

―¿Está Silvia? ―pregunté.

―¿Pero quién es? ―. Preguntó otra vez la misma voz gritando. Me quedé un poco perdido porque la voz de camionera que salió a través de la puerta taladró mis oídos.

―Darío, un amigo de Silvia.

―Ah, un momento… Silvia, te buscan ―. Contestó la voz gritando. Ese momento se hizo eterno.

La verdad, estaba nervioso, me sudaban las manos y no sabía qué hacer con el ramo de flores. Pasado el momento eterno, se abrió la puerta y apareció Silvia; radiante como  siempre.   

―¡Hola Darío!

―Hola Silvia ―contesté tartamudeando ante semejante belleza. Luego aclarándome la garganta porque los nervios me jugaron una mala pasada le dije:

―¿Cómo estás?

―Bien, ¿estás nervioso? ―me preguntó ella.

―No, que va ―contesté y mentí porque me temblaban hasta los tobillos.

―Relájate. Te presento a mi mamá y a mis hermanas ―. Dijo Silvia invitándome a entrar a su casa y dándome un beso en la mejilla. Me di cuenta que la que preguntó «¿quién es?» fue su hermana mayor, por la voz,  la otra era más pequeña, me miraba  y se reía, y qué rápida que era, porque me sacó las margaritas de la mano cuando se las iba a dar a la madre de  Silvia  y las dejo sobre el sofá. Silvia sonreía y no sé qué me dijo, porque justo en ese momento se acercó el padre, media como dos metros, ahora entiendo a quien sale la hermana mayor. 

―Soy Ricardo tanto gusto caballero ―dijo el padre de Silvia y con el apretón de manos que me dio, me crujieron hasta los dedos de los pies.

―Igualmente ―contesté. 

―Hola Darío, pasa y sentate ―que amable la mamá de Silvia eran igualitas. Le sonreí y le di un beso mientras todos pasaron a sentarse. El único asiento que había libre era el de las margaritas y la hermana menor de Silvia hizo el gesto de sacarlo, pero no lo sacó y  me senté. Aplasté todas las margaritas. Un tallo indiscreto se me clavó en un huevo y al ver mi cara Silvia dijo:

―Darío, te sentaste sobre las flores.

―Es que pensé que tu hermana las había quitado ―le contesté. Como se reía. La madre de Silvia al ver que me senté sobre las flores se levantó y agarró el ramo diciendo:

―Bueno, se aplastaron un poquito―. Yo sonreí con gesto de dolor y afirmando con la cabeza, miré a la hermana menor de Silvia que se seguía riendo a carcajadas bajo la atenta mirada de su padre, que cuando se dio cuenta que la miraba, se tapó la boca y me pidió perdón, pero sin dejar de reírse.

Después del interrogatorio pertinente pasamos al comedor,  la hermana mayor, ¡grandota ella!, se sentó a mi lado. La madre de Silvia me preguntó:

―¿Te gustan los fideos con tuco? ―y me aclaró que en su casa todos los domingos comen pasta, que es como una tradición. Yo le dije que sí, que me gustaban los fideos con tuco y le conté, que en la mía es tradición comer asado los domingos al medio día. Para cuando terminé de hablar, tenía media fuente de fideos en el plato y mi traje blanco inmaculado con pintitas de tomate en toda su extensión. La hermana mayor de Silvia me había servido fideos para un regimiento, ¡con lo poco que como yo! En un momento de la comida, la hermana mayor de Silvia me ofrece vino, yo le dije que sí. Ella tomó con fuerza la botella por el cuello, con sus manos ¡tan grandes! Agarró el sacacorchos y empezó a meter el tirabuzón para sacar el corcho, hizo un movimiento raro y rompió el corcho, todo bajo la atenta mirada de su padre. Luego agarró el cuchillo y el silencio comenzó a reinar en la mesa, todos mirábamos a la hermana mayor de Silvia,  su madre se tapó la boca y con cara de «¿qué estás haciendo, hija mía?», negaba con la cabeza los movimientos que las grandes manos de su hija iban haciendo. La hermana menor de Silvia empezó a reír, Silvia se cubrió los ojos y el padre frunció el ceño.  Yo miraba la botella que apuntaba hacia mí. Hacía tanta fuerza para sacar el corcho y no salía, entonces hacía más fuerza para meterlo. Ella fruncía la cara por la fuerza que hacía y todos nos empezamos a apartar un poco de la mesa, por miedo; hasta que el cuchillo se dobló y se soltó del cuello de la botella. Vuela el corcho, el cuchillo y se le resbala la botella; se mezclan sus manos en el aire, logra agarrar el cuchillo con una mano y se corta; maldice y sigue con los malabares con la botella y el corcho. Por no dejar caer al suelo a la dichosa botella derrama todo su vino tinto sobre mis pantalones blancos inmaculados. 

―Bendición, bendición ―dijo la hermana menor de Silvia riéndose a carcajadas, tacándome la pierna y haciéndome crucecitas en la frente.

―¿¡Bendición!? ―tengo que volver a mi casa en colectivo, ¿cuál es la bendición? Le dije a la nena.

La madre de Silvia me ofreció ropa del marido y me invitó a pasar al baño para cambiarme.  

―Yo te los voy a lavar, así no te puedes ir a tu casa ―dijo. «Menos mal» pensé, una persona normal en esta familia, aparte de Silvia, claro. 

Silvia estaba limpiando el enchastre que había hecho su hermana mayor mientras esta le decía al padre ―se me escapó papá, se me escapó―. La cuestión, es que el padre de Silvia es gordo y grandote, y todos sus pantalones me quedaban enormes. La madre me dijo que esperara un poco que iba a buscar en una valija que tenía en el ropero de su habitación con ropa de su hermano.  Yo esperé en el baño hasta que llegó la señora con un short de baño y me dijo:

―Toma Darío, es que mi hermano sólo viene en verano y usa esto ―. Miré el short de baño, suspiré y me lo puse. No iba a andar en cansancillos por toda la casa. Cuando Salí del baño la hermana menor de Silvia me miró y se empezó a reír aún más y no era para menos, ¡yo tenía unas pintas!, llevaba: pantalones cortos de baño con dibujos de peces de colores, camisa y saco con pintas de tomate; zapatos y medias hasta las rodillas.

Silvia me tomó de la mano y me llevó hasta la silla, me sacó el saco y me dijo que su mamá lo limpiaría. Yo, ya no tenía hambre pero igual comí un poco porque estaban buenísimos los tallarines. Hasta que llegaron los postres. El postre era helado de frutilla, chocolate y vainilla. La hermana mayor de Silvia trajo la bandeja de helado y la menor los platos y cucharas; mientras Silvia recogía la mesa. La madre estaba en el lavadero limpiando mi traje y el padre me había clavado la mirada y no me la sacaba de encima. Tenían perro, estos que tienen la trompa aplastada, como el de los dibujos animados que a veces ve mi sobrino, igual y andaba atrás de la hermana mayor de Silvia como loco.

La hermana mayor se acercó con la bandeja de helado para servirme, la miré y le sonreí y me preguntó:

―¿Te pongo un poco de todo o un gusto solo? ―, tenía una cara de amargada, solterona.

―De todo, de todo ―le dije para salir del paso. Me da el plato, le di las gracias, ella hizo una especie de mueca y pasó por detrás. La hermanita de Silvia iba siguiendo al perro, tratándolo de agarrar porque se había escapado del lavadero, el padre dijo:

―¡Encerrá a ese animal!  

―Eso intento papá, pero tiene más fuerza que yo ―contestó la hermanita de Silvia que se le suelta la correa que sujetaba al perro. Este cuando me vio empezó a ladrar y a gruñirme. Yo tenía el plato en la mano, la hermana mayor me gritó «el helado». Yo la miré con cara de ¿qué le pasa al helado?. Cuando veo que la bestia se tira sobre mí y caemos los dos de espaldas al suelo. El helado va a parar a mi camisa blanca inmaculada y el perro empieza a comer el helado encima de mí.

―Es que le gusta mucho el helado ―me dijo riendo la hermana más chica de mi novia. El padre se llevó las manos a la cabeza y llamó a su mujer. Yo fui otra vez al baño y me dieron una musculosa con círculos de colores, del hermano de la mamá de Silvia que sólo viene los veranos y usa «esto». Cuando salí del baño yo estaba en zapatos, medias hasta las rodillas, short de baño con pececitos de colores, la musculosa con círculos también de colores, estaba más ridículo que nunca.

Llegó el café. La madre de Silvia que había terminado de lavar mi ropa, apareció pola puerta con una bandeja donde llevaba los pocillos, la azucarera y la cafetera; se la dio a su hija mayor la cual se sentaba al lado mío y me dijo:

―¿Querés café? ―. Yo miré la cafetera, los pocillos pero reparé en sus manos grandes y contesté ―no, gracias ―no quería más nada. Es que ya no tenía más ropa que ensuciarme, que me iba a sacar, me tendría que quedar en el baño de por vida. Luego pasamos a la sala donde me había sentado por primera vez sobre las margaritas, me fijé si estaban y ya las habían quitado. Silvia se sentó a mi lado y tomándome la mano me dijo: ―Esto no suele ser así, no sé qué paso ―. Yo le contesté que no pasaba nada, que es sólo mala suerte, que no se preocupara.

Entre la madre y el padre de Silvia trajeron un licor para tomar y la torta de chocolate que había traído yo y se fueron  a traer los vasos y una botella de gaseosa para la hermana pequeña de Silvia que todavía, según la madre, no toma bebidas alcohólicas. Nos quedamos otra vez solos y Silvia me dio un beso que me olvide de las margaritas, del vino y el helado. La verdad pasamos una tarde muy bonita hasta que llegó la hora de irse y la madre me dijo que mi ropa estaba mojada y que la mancha de vino no había salido. Yo, me miré de arriba abajo, tenía una pinta que el padre de Silvia me dijo: ―No se haga problema muchacho, yo le llevo. Voy a sacar el coche ―. La madre de Silvia me puso la ropa en una bolsa y me despedí de todos y de Silvia también claro, subí  al coche y nos fuimos. 

Al llegar a mi casa, me abre la puerta mi vieja  y me ve con la bolsa en la mano y esas pintas y me dice:

―¿Dónde fuiste, a la guerra o a casa de tu novia?―.

―Mejor no preguntes ―le contesté.

 

3

 

Y sí, me casé con Silvia y tengo dos hijos; que sus abuelos malcrían y tienen sin vivir a sus tías. Ahora me siento donde quiero, bien lejos de la camionera de mi cuñada. Al perro cuando llego lo ato y lo encierro en el lavadero y desde la ventana le enseño el helado que tanto le gusta. A mis suegros los tengo comiendo de mi mano, ahora no se come fideos, se come asado los domingos y lo hago yo por las dudas y a mi cuñadita, que tanta risa le da todo, ¡espera que traiga al novio! 



 

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